Descubrir es un verbo apropiado, porque realmente desvelas una hermosa creación humana, uno de los perfiles más célebres y peliculeros del folklore turístico (con permiso de Bocairent, Villahermosa del Río o Castell de Guadalest, que tampoco están mal). Pero es realmente bonita, y cuando el encuadre libera al promontorio de los correajes de las playas (y la mente lo desnuda), parece una isla a la deriva sobre un espejo plateado y azul (hay enlace con las Columbrets).

No me extraña que el cine la haya reclamado una y otra vez, en especial para los Juegos del Cid y El Trono Campeador, o sea, historias épicas en las que también abunda: fue capital de un reino árabe clásico que resistió a los segundones fanáticos que llegaron después. La reforzaron los césares de la Casa de Austria para resistir la embestida turca, y cuando la guerra de Sucesión se apuntó a los Borbones. Tiene su propio linaje papal, como Aviñón y Roma. Luna hizo de la terquedad una categoría estética.

Como la historia sólo es un juego de apariciones y disoluciones, era un pueblecito quieto, rebautizado por Berlanga como Calabuch (que ahora es un arroz marinero de Casa Jaime), cuando sus antiguos feudos, Benicarlo y Vinaròs, ya se habían convertido en importantes ciudades portuarias.

Peníscola duplicó su población en treinta años, pero sólo necesitó la primera década del nuevo siglo para repetir, con el ladrillazo, la hazaña: este tipo de pesadilla era de las que le quitaban el sueño al señor Malthus. Aunque las «arenas incontables» era una frase proverbial, los promotores las contaron (en metros cuadrados) hasta colmar las colinas próximas y extenderse por la virginal Irta, que se quedó con la virtud muy zarandeada. Detrás de los hoteles y restaurantes, se aparece, con pardos otoñales, el marjal, mayor que el de Nules, pero menos conocido y puesto al día.

Visitar Peníscola en otoño es un placer. Sobre todo, si tienes unas horas para transitar el incomparable laberinto de sus callejones, escaleras, escudos, palacios, torres y bastiones, sin sufrir los rigores de la marabunta turística y el incesante mercadeo.

Lugar predilecto de maños, catalanes y vascos, no sé si tiene tantos franceses como Vinaròs, pero francés es Philippe Guillemot, quien con su mujer, Carmen, dejó Alcanar por Peníscola para abrir un atelier de cocina cerca de la librería La Templanza.

Pasan unas abuelitas camino de la peluquería: «No podem deixar d´anar, tenim molts anys i seria pitjor». Sabia filosofía. Hay boda en el barroco valenciano de la Ermitana, aunque Santa María, más escondida, le gana en edad y dignidad. Dos invitadas, que transitan sobre el empedrado en cuesta montadas en tacones imposibles, preguntan si hay algún caballero que las auxilie. Yo me escurro: las nupcias son contagiosas. Hay un Callejón del Engaño que, en efecto, continúa donde parece terminar, un escudo floreado del Hostal del Duc y un amable señor que hace fotos como yo y que me sugiere el Carrer de l´Escaleta como tema. Paz.?