Quizá una de las facetas menos conocidas, cuando hablamos del derecho civil valenciano, es su capacidad para regular y modular políticas sociales. Por lo que hace a la Comunitat Valenciana, en cuanto a los derechos sociales, económicos y culturales, cuanta más autonomía, y a todos los niveles, mejor. Y no todo es cuestión de dinero o de infraestructuras. También has de poder hacerlo sin trabas ni zancadillas. Y en este caso, por desgracia, querer no es poder… A veces, algún compañero de trabajo o algún amigo me pregunta por las razones del trabajo incesante en que me embarqué hace muchos años para reivindicar que nuestra Comunitat pueda legislar en materia de derecho civil. Son varias, y no se relacionan precisamente con un presunto nacionalismo o particularismo alicorto.

El derecho civil es un ordenamiento que atañe a derechos fundamentales de las personas, a su ejercicio y disponibilidad, y de forma directa e indirecta. En ese sentido, Cataluña, por ejemplo, ha podido proteger a sus ciudadanos con discapacidad de una forma temprana y efectiva. Sin embargo, la Comunitat Valenciana poco puede hacer... Lo ha intentado, pero, como siempre, un Gobierno central más preocupado de perseguir que de procurar y un Tribunal Constitucional dócil lo han impedido.

En un país como el nuestro, los parlamentos regionales tienen mayor cercanía y mejor conocimiento de los problemas de los ciudadanos de sus respectivas comunidades. De ahí la importancia de reivindicar y obtener nuestra potestad para legislar sobre el derecho civil. Nos igualaremos a otras muchas comunidades autónomas españolas y dispondremos de un instrumento relevante de mejora y desarrollo social. Porque esa potestad, si se desarrolla bien, abre la puerta a muchas cosas: a regular la relación de pareja, reforzando la posición de la parte más débil –la mujer y los hijos, habitualmente– en aspectos como la vivienda, los alimentos y ayudando a prevenir la violencia de género; a cambiar el modelo de asistencia a las personas con discapacidad, superando el exclusivamente judicial, flexibilizando los mecanismos de asistencia familiar, regulando mejor la guardia de hecho o creando figuras nuevas como los llamados contratos de convivencia no familiar; a revisar los postulados tradicionales de la patria potestad y las relaciones entre padres e hijos; incluso la modificación de aspectos concretos de las leyes sucesorias –la legítima o el orden de la sucesión intestada, por ejemplo– puede resultar esencial para la protección de los derechos de las personas más débiles.

A todo ello no haría falta darle muchas vueltas si desde el Gobierno español se impulsara una buena política legislativa sobre estas cuestiones. Pero no es así: seguimos con las mismas legítimas, los mismos tipos de testamento o el mismo régimen económico matrimonial que en el código civil de 1888. Esa legislación no va a llegar ahora, ni es previsible en mucho tiempo. Y en sociedades como las nuestras, cada minuto que pasa es una ocasión perdida y un perjuicio irrogado. Podría evitarse si la Generalitat valenciana pudiese ejercer con plenitud la competencia sobre el derecho civil que le reconoce el Estatuto de Autonomía, y que un Tribunal Constitucional cada vez más contestado por su propia actividad jurisprudencial ha cercenado con unas sentencias lamentables. Y es que en este, como en otros casos, el Gobierno central hace como el perro del hortelano: no come ni deja comer. Si alguna comunidad autónoma trata de mejorar la legislación o de hacer el trabajo que el Gobierno declina, ahí estará la Abogacía del Estado para, con la colaboración del Tribunal Constitucional, frustrar el intento. Lo vimos con el decreto de la Generalitat que regulaba el acceso universal a la sanidad, anulado por otra sentencia igualmente infortunada. Una de las tragedias de la recentralización que experimentó este país aprovechando la excusa de la crisis es que se cebó en los derechos sociales de las personas.

Por todas estas razones, estoy convencido de que, en materias como esta, es mejor si una comunidad autónoma dispone de la potestad para regular su propio derecho civil, como ya la tienen Cataluña, Aragón o el País Vasco. Ésta es otra más de las disimetrías presentes en nuestro país, que concede una ventaja a los gobiernos de determinados territorios, y discrimina y perjudica a otros, como el valenciano. Y que puedan existir distintas regulaciones en ellos no es necesariamente malo, perjudicial o indeseable. Nuestro país admite las diferencias incluso cuando no son ni convenientes ni justas, como ocurre con la financiación autonómica: un ciudadano de Guipúzcoa recibe casi el triple en inversión pública que uno de Valencia…

En fin, si no nos dejan disponer de la financiación que nos corresponde, al menos que nos concedan utilizar los instrumentos legislativos que nos permitirían paliar de un modo razonable las carencias derivadas de la falta de fondos. Pero, por el momento, ni una cosa ni la otra parecen tener solución. En un país tan castizo como el nuestro, los males duran habitualmente más de cien años. Con todo, es cuestión de paciencia: muchos continuaremos decididos a reparar el desaguisado hecho por Felipe V hace ya más de tres siglos…