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Sobres, legados y torpezas

Los ciudadanos son lo suficientemente inteligentes para separar sus preferencias políticas de quienes las usaron para fines ilícitos

SOBRES, LEGADOS Y TORPEZAS

A menudo se afirma que en el pecado va la penitencia. Comparto solo en parte el aforismo, pero es un buen punto de partida para hablar de las faltas ajenas y propias. Los politólogos solemos pecar de tener una visión consustancialmente positiva de la política, y ahí está la penitencia que muchos cargamos con gusto. Inasequible al desaliento, a menudo defiendo la virtud de la actividad pública en charlas con propios y extraños, de forma académica o desenfadada, con y sin la intermediación de una ronda de cervezas. He comprobado que con esta predisposición se puede salir airoso de muchas batallas, pero es imposible no acabar rejoneado al abordar ciertos temas. Por ejemplo, siempre me ha resultado difícil defender que la corrupción ni es un mal endémico de nuestro sistema político ni tiene la economía como principal víctima, lo cual lejos de restarle importancia, pone de manifiesto hasta qué punto es una auténtica lacra.

La corrupción tiene un coste desorbitado, aunque su efecto no es tan demoledor para las arcas públicas como para otros pilares de nuestro sistema. Los más de 120 millones que se calcula que malversó la trama Gürtel, pese a todo, palidecerían ante el impacto de una política económica errática o un modelo de inversión pública ineficiente, cuyo perjuicio para la ciudadanía sería mucho mayor. La corrupción nace y crece a costa del dinero de todos los contribuyentes, pero sus peores consecuencias se manifiestan en el socavamiento de las condiciones fundamentales para una democracia sana, tales como la confianza de los ciudadanos, la credibilidad de las instituciones, la certeza de la rendición de cuentas o la puesta en duda de la división de poderes. El precio que todos pagamos por una mordida, incluidos los políticos ajenos a estas prácticas, es mucho mayor que lo que cabe en un sobre.

Todas las regiones han tenido sus episodios de descomposición política, más o menos relevantes, pero casi siempre asociados a gobiernos con mayorías monocolor. La Comunitat Valenciana no ha sido una excepción, como prueba el goteo de procesos judiciales que siguen su curso contra exmandatarios del Partido Popular valenciano, otrora fuerza hegemónica en nuestras instituciones durante veinte años. Gürtel, Taula, Brugal, Azud, Erial, Emarsa… Los nombres de los distintos casos de corrupción repartidos por nuestra geografía se han traducido en condenas para decenas de políticos y empresarios afines, además de haber propiciado el vuelco político que en 2015 inauguró un nuevo ciclo liderado por partidos progresistas y sellado por el Acuerdo del Botànic. El cambio resultó inevitable, empujado por la sensación compartida de que, en ciertos despachos, el poder se confundía con la impunidad.

Sin duda, el coste que la corrupción ha tenido para la Comunitat Valenciana trasciende una escala económica. El comportamiento de ciertos políticos proyectó durante años una imagen distorsionada y poco edificante de los valencianos, vinculada a la veneración al ladrillo y a un desenfadado populismo que tapó la apertura de las instituciones a personas cuya ambición por el beneficio propio siempre estuvo por encima de su vocación de servicio público. En el epicentro se situó toda una clase política que confundió la mayoría conseguida en las urnas con una invitación a obviar los controles internos y la más elemental obligación de vigilancia. Se pecó por obra, pero también por omisión, cimentándose la creencia de que el respaldo de los votos, que nunca es indefinido en una democracia con garantías, justificaba mirar para otro lado.

Inauguramos un nuevo año con los candidatos populares sacudiéndose el estigma, señalando que ya ha llovido lo suficiente como para que no les persiga el historial judicial de sus predecesores. Puede entenderse su petición. La corrupción no se hereda como si de un cierto color de ojos se tratara. No es genética, sino que la fomentan personas concretas, en un tiempo específico y bajo el paraguas de unas mismas siglas políticas que, por suerte, también son las de otros tantos políticos honrados y entregados a sus vecinos. Es lógico que desde las filas del PP se reclame la valía de su proyecto político actual más allá de las hipotecas del pasado, pero sorprende su torpeza. Sorprende la ceguera de quienes siguen empecinados en reivindicar el legado de ciertas figuras políticas, a la par que solicitan reparaciones y actos de restitución pública para quienes no se mancharon mientras el cieno, inevitablemente hediondo, crecía a sus pies. Entender lo que la sociedad valenciana busca en sus dirigentes es comprender que los ciudadanos son lo suficientemente inteligentes para separar sus preferencias políticas de quienes las usaron para fines ilícitos, sin la necesidad de volver a un pasado que todavía sigue presente.

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