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Sin oxígeno tras un año de aislamiento

Sin contacto físico y con incertidumbre. El virus está afectando la salud mental de una sociedad agotada por una crisis que ha mutilado una parte clave: la social.

Dos hermanos pasan el confinamiento duro de marzo y abril del pasado año en su casa de València. Fernando BUSTAMANTE

Un año de pandemia es mucho tiempo. Demasiado para un ser social que se alimenta del contacto con el prójimo y que necesita contar con un mínimo de certezas sobre las que sostener sus esquemas mentales. El virus, además de los pulmones, ha atacado justo eso. Ha limitado nuestras posibilidades de relacionarnos y nos ha expuesto a una acumulación de pérdidas sin ni siquiera ofrecer a cambio una vía de escape alternativa por las obligadas limitaciones a la movilidad. Las casas se han ido empequeñeciendo conforme la covid persistía y en las últimas semanas los síntomas que revelan que la ciudadanía está llegando a su límite son cada vez más evidentes.

Ansiedad, irritabilidad, depresión, nerviosismo, desinterés, problemas de sueño e incluso algunas muestras de violencia callejera espontánea... las expresiones de lo que se ha bautizado como fatiga pandémica son múltiples pero los motivos son casi siempre los mismos: un año de pandemia es mucho tiempo. Por eso, los expertos en psicología no se muestran sorprendidos por que los problemas de salud mental hayan empezado a exteriorizarse de forma mayoritaria tras la tercera ola y alertan de que hará falta reforzar los servicios públicos para atender este malestar, que puede somatizarse con el tiempo y convertirse en enfermedades físicas a medio plazo.

«Es el recorrido lógico ante un acontecimiento traumático», resume José Ramón Ubieto, psicólogo clínico y profesor en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). «Primero —con el estallido de la pandemia— entramos en shock. Luego se tradujo en miedo y nos volvimos dóciles, porque el miedo paraliza. Con el verano hubo un cierto alivio, pero en seguida llegó la segunda ola y las primeras reticencias. Y con la tercera ya se tornó todo más difícil por la acumulación de pérdidas que arrastramos».

Ubieto se refiere no solo a los fallecidos sino a pérdidas de empleos, de negocios, de contactos sociales o simplemente de esos pequeños planes, antes banales pero que ahora echamos tanto de menos. Es lo que Javier Bou, psicólogo clínico especializado en terapia familiar y asesor científico del Col·legi Oficial de Psicologia de la Comunitat Valenciana, llama «actividades catárticas». Aquellas «que nos liberan de la tensión cotidiana» y que se tornan más importantes que nunca en pandemia.

Sin oxígeno TRAS un año de aISlamiento

«El ser humano es un ser social que necesita el contacto. Como dice Humberto Maturana, vivimos en el amor, en el sentido más amplio del término, y morimos fuera de él», añade Bou, que apunta que la capacidad de resiliencia es «limitada» y llevamos «ya mucho tiempo» poniéndola a prueba.

La doctora en Psicología y vicedecana de la Universidad Católica de València, María José Jorques, apunta otros dos factores que han contribuido a elevar la fatiga: las expectativas creadas desde los gobiernos y el bombardeo de información al que se ha expuesto a la población. «Nos adaptamos mejor a versiones realistas porque nos permiten ajustar nuestros recursos psicológicos y no cansarnos», defiende. Y sobre el exceso de noticias añade que «no todos saben gestionar o filtrar bien la información», lo que genera un estrés añadido.

¿Qué consecuencias habrá a futuro? Ubieto diferencia entre los trastornos mentales, patologías en las que un problema mental se consolida, y el malestar psicológico, «respuesta reactiva» ante «situaciones críticas que nos desbordan». Jorques alerta de que el primer supuesto está agravando «casos que estaban en remisión» y que en muchos casos «afloran problemas previos a la pandemia». Respecto a los últimos, Ubieto entiende que «en su mayoría» se superan, pero detecta tres colectivos en los que los efectos pueden ser mayores y que potencialmente pueden «transformarse en trastornos» y en el que coinciden sus otros colegas: los sanitarios por su alta exposición a situaciones de estrés, los adolescentes por la limitación de sus relaciones sociales en un momento clave de su desarrollo vital y los ancianos, que ven agravada su sensación de soledad.

Por eso, todos urgen a implementar un plan de choque de salud mental de la misma manera que se han activado programas de ayuda económica. «Dividimos entre cuerpo y mente, pero somos uno y una enfermedad mental tiene efectos físicos y viceversa», dice Bou. En la misma línea, Ubieto recuerda que «pese a la tecnología, seguimos teniendo un cuerpo que hay que cuidar». Y Jorques reclama reforzar el papel del psicólogo en el sistema público sanitario: «Se necesita un empuje».

Más allá de las derivadas físicas, hay otros aspectos en los que puede influir esta fatiga, como la crispación social y el distanciamiento. Jorques no cree que escenas de violencia sin motivo evidente puedan normalizarse como expresión de este malestar, pero Ubieto y Bou son menos positivos: «Todas las epidemias han traído estallidos sociales. La crisis económica y la exclusión social tienen un coste», alerta el primero. Bou matiza que «no será como la toma de la Bastilla» pero no duda en vincular los disturbios vividos con la pandemia.

¿Y el límite? Ninguno se atreve a poner fecha, pero coinciden en que salvar el verano será clave, además de para la economía, para poder dar un respiro a una sociedad exhausta tras un año en el que hemos sido menos humanos que nunca.

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