No he visto ni una sola entrega de Jugamos en casa. No lo digo ni con altivo desprecio. Sólo lo constato. Supongo que, como pasa en los últimos tiempos si hablamos de TVE, usted ni sabe que existe eso. Eso, Jugamos en casa, es un concurso diario que emite La 1 a eso de las 8 de la tarde, justo cuando en Antena 3 está el gamberro Juanra Bonet y ¡Boom! , y en Telecinco el sensato y eficaz Christian Gálvez y Pasapalabra, uno de los pocos productos que no avergüenzan en una cadena infestada sin antídoto por el virus del entretenimiento zafio, chabacano y maleducado.

Lo que he visto de Jugamos en casa lo he visto porque tengo que verlo. Usted quizá no lo ha visto porque no le ha dado la gana, porque como apenas ve La 1 no sabe ni que existe, o porque una tarde de las siete u ocho entregas que lleva lo vio y salió cortando. Yo lo he visto en el ordenador. Es decir, mero trabajo, por obligación, para ver de qué va. Los presentadores son los hermanos Jorge y César Cadaval, Los Morancos de toda la vida.

¿Garantizan el humor y el despiporre? No. Garantizan un griterío del carajo. Pero cómo se puede hacer tanto jaleo en un plató, por qué habrá que gritar tanto. Llega un momento en que es muy, muy desagradable. Jugamos en casa tiene un montón de secciones, todas simpáticas, para que los dos famosos que acompañan a los desconocidos de los dos equipos se diviertan tratando de divertirnos en casa. Y sí, hay momentos graciosos. Pero durante todo el rato tuve la sensación de ver un concurso cascado, antiguo, desfasado. Quizá el decorado, quizá la dinámica. Quizá Los Morancos, joé, y esos alaridos. Quizá que están out.