Sorprende, pero no mucho, el patronazgo de la Virgen de la Salud (la de Algemesí) en estas alturas a las que los alcubleños le arrancaron frutos con mucho esfuerzo, remoción de tierras, muros de piedra seca y cuatro gotas de agua, como las que manan de la fuente junto a la ermita de San Agustín (la conducción de piedra es una obra admirable, me cuenta un profesional de la albañilería).

Al mediodía se ha celebrado un concurso de tortillas (mi señora ha quedado segunda), un concurso bastante flexible, pues uno puede llevar los ingredientes que quiera. Esas últimas horas de la mañana las he dedicado a echar un vistazo: me convierto en involuntaria estela de un camión tan largo y gordo como una mortadela italiana, un transporte de una empresa de Alcañiz, dedicada a la logística (antes, aprovisionamiento o suministro), que, camino de Altura, recorre las desolaciones que dejó el incendio de hace tres años (se quemaron hasta los almendreros, que es como llaman aquí a los almendros).

El páramo de grisura y mata rala se extiende más allá del alto de Montemayor y la Cueva Santa, pero en las proximidades de Altura las pinedas vuelven a ofrecer su verde de reclamo de circo, rematado por los ramos nuevos que flotan y vibran con una claridad aún mayor, una luz de flúor.

A la entrada de Altura, el consuelo de una bella piscina doble, con césped y arbolado, y para emborracharse de azul, el volumen cúbico de una fábrica que levita junto a la autovía mudéjar y que a veces se esconde en el cielo que, según fama, lo sabe todo.

Regreso a Alcublas. Aquí la fiesta es una cosa muy seria y los festeros de El Desenfreno (Noches de desenfreno, mañanas de Ibuprofeno) han decorado las calles y las casas con arcos de flores y mirtos, pinturas terreras y banderitas. Las chicas tienen cinco vestidos diferentes, para otros tantos compromisos, y el de la gala es para el día de las bandas. La de Alcublas suena más que decentemente (lo comprobé). Alcublas tiene ochocientos vecinos fijos, pero en verano son muchos más.

Tras una misa concelebrada y con música y cantos (en la espera he visitado la expo de patchwork en la preciosa planta abuhardillada del ayuntamiento), sale en andas la imagen de San Agustín (un africano de muchas luces) a los compases de la marcha real. Recorre el pueblo y sale a la carretera de Altura. La multitud dobla por un camino de tierra junto a la ermita de Santa Bárbara y la avioneta que recuerda el campo de aviación del bando republicano (he chapoteado en su búnker), y, tras un corto paseo, llega a la diminuta ermita en cuya campa los festeros y la gente forma en abanico mientras canta los gozos a San Agustín, anda e imagen posados sobre la hierba (si la hay). El cura se despide y dicen que viene uno nuevo, negro. Esta noche cada cual cena con su quinta.