Un rato después, descubro que estas tierras aún pertenecen a Coves de Vinromà. Hasta he visto naranjos encogidos, como gatos al sol, en algún congosto y almendras verdes de un tamaño envidiable. Si Cavanilles dice de Albocàsser que «en las producciones vegetales no advertí peculiaridad», el veredicto para Tírig era demoledor: «no siendo actualmente más que una corta aldea de cincuenta vecinos».

En efecto, al final de las revueltas en ascenso, nos llegan sus verdaderos parajes: La Valltorta, el útero de roca que alumbraba ciervas, muy tiernas de carnes, para los cazadores que aún sabían poco de agricultura, los carrascales de gran porte, las sierras por un costado y por el otro, y el pueblo asentado en una de las escasas planas, una zona de recreo con un pinar muy sano y esos refugios para los pastores y los rebaños, de piedra seca, sin cemento ni argamasa: pura inteligencia lítica. Un cartel anuncia fiestas con taller de dibujo, rondallas, paella y ball pla, no se lo pasan mal.

Ya desde la entrada con su monumento al pintor Puig Roda, Tírig sorprende. Es verdaderamente hermosa: robustos arcos de medio punto, escudos, niñas en la fuente y viejos de espaldas, a la sombra. Una representación naíf de San Jorge, un ayuntamiento muy puesto y un templo del Pilar con horóscopo. Tírig tuvo tres veces más habitantes que ahora, pero una helada en 1956 dispersó a la gente menuda, del mismo modo que la contracción de la banquisa polar mata a los osos blancos: aquello lo trajo el buen Dios esto, lo trae el mal Hombre. Se helaron hasta los olivos, pero los que se han quedado en Catí son pocos, cada diez habitantes tienen su kilómetro cuadrado y no les deben ir mal las cosas: por todas partes resplandecen las casas de piedra, es uno de los pueblos más bonitos que he visto.

El dominio de la agricultura también tiene sus imponderables: aquella helada cambió la distribución del arbolado a favor del almendro, que también se extiende en otros pueblos.

En la oficina de turismo organizan excursiones al museo y visitas guiadas a los abrigos con pinturas rupestres: desde Altamira, la pintura ha sido lo nuestro. Hasta hay una calle en honor del Getty Conservation Institute, donde los eruditos dilucidan el grado de dinamismo de los arqueros neolíticos. Tírig tiene un personaje, Pep el Gegant, que era un masover colosal de presencia y apetito, y de buen humor. Sacó un burro, prisionero en un pozo, a fuerza de brazos, y el dintel de su corral pesaba 260 kilos: la piedra da testimonio ante el ayuntamiento.

La salida hacia Catí (un camino) pasa por delante de un lavadero grande y complejo, con varias tinas de piedra casi individuales en vez de la balsa comunal. Por el barranco aún rezuman los humores de los últimos aguaceros que arrancaron el asfalto.