Repetía, sin saberlo, el camino que hizo la propia Virgen, en efigie y bajo la advocación de Mare de Déu de l´Adjutori, hace más de quinientos años. En un anterior paso por allí, camino del santuario de Traiguera, dedicado a la Mare de Déu de la Salut, conocí la historia que empezaba con una armada portuguesa atrapada por la calma chicha cerca de Torreblanca (y el comienzo me sedujo y tiré de ese hilo). Pero antes disfruté de la ermita, que también es de los Santos de la Piedra, «nobles persas eminentes» en los gozos de mi pueblo. No es la ermita original, sino otra del XVIII, no muy asentada, pues requirió diversas consolidaciones y enfajados, mientras que la casa del ermitaño, más antigua, sigue tan fresca. El conjunto es muy agradable. Y tan hermoso como el camino en suave declive y flanqueado por cipreses que llega hasta Bell-lloc después de cruzar secanos, barrancos y pozos.

El secano de esta parte no es muy riguroso. El agua ronronea a tiro de noria y les sénies (y cuando hacía falta, otros artilugios de más aliento) la buscaban para atender las necesidades de la población y de su agricultura. Un par de estos pozos, pintaditos y atusados, tienen un simpático aire bereber.

Vimos banderitas en las calles, y montones de arena, trozos de muralla adosados a la parroquia, un interesante calvario y una iglesia de la Asunción (siglo XVII), muy hermosa y escondida en una plazuela de la parte alta y vieja, algo laberíntica. Y en eso que llegaron a la plaza Mayor los tractores: no descargaban aliagas como en Vilanova, sino tocones muy consistentes. Se preparaban las hogueras de Sant Antoni, y como una vecina me vio disparar la cámara hacia un retablo del abad (con un cerdo que tiene algo de can), me dijo, muy confidencial, que su matxà era mejor porque, además de las filigranas a caballo, abrían las casas a los visitantes. Será, pero teníamos que cruzar el puente hacia Vall d´Alba, tomar un aperitivo junto al cauce (patos a la vista) y no muy lejos del lavadero, abrevadero y fuente, de piedra y con sólidas columnas. A la salida, una ermita con porche, pero sin puerta tras él: está a un lado. Raro, raro. Aunque dedicada a la Virgen del Loreto, uno se queda con la convicción de que su promotor, mosén Salvador Andreu, se hizo, a la chita callando, un mausoleo a la carta, que allí está enterrado.

Curioseamos en alguna granja entre ocas escandalosas y un gato rojo y cordial que nos acompaña un buen rato. Otro pozo. Comemos bien en Casa Perito.

Como la armada detenida en Torreblanca sólo recuperaba viento cuando la Virgen se quedaba en tierra, comprendieron los marinos, colmados de saudade, que habían de seguir sin la portentosa imagen, que eligió su acomodo sin intermediarios. La Virgen se quedó donde está ahora. Porque sí y porque era una dama ibera.