El arroz ya manda poco, pero hubo un tiempo en que el Banco de España tenía delegación en Sueca y que poderosos intereses y rentas establecieron que el nivel del más famoso de nuestros lagos se regularía, en las golas, de acuerdo con las conveniencias del cultivo.

El arrozal es sinfónico y tiene cuatro actos o movimientos: la nostalgia del pantano primordial cuando todo se inunda; el páramo marrón cuando no hay ni agua y los patos huyen; el manto verde del arrozal joven como un prado en el que pacen las blancas nubes, como traídas de Arizona, y el mar de oro (viejo y verde) del arroz en sazón.

Esto ocurre ahora mismo y me dedico a contemplarlo pasando por El Palmar y la Muntanyeta dels Sants (donde presentan un festival de teatro, el MIM), lugares de los que hablaré otro día, porque lo merecen y porque hoy toca arroz.

El arrozal es lo más cercano a la experiencia mística que hemos llegado a producir, aunque tiene muy poco que ver con el trigal castellano, salvo en lo que se refiere a la constante mutación de formas, a su prodigioso transformismo. Allá, las lomas parecen actuar de contrafuertes del cielo, y, en justa correspondencia, el cielo parece arquearse, descansar sobre ellas y acoger bajo su cúpula a las criaturas que danzan abajo.

La infinitud del arrozal es radicalmente plana, pequeña, mercantil, un poco holandesa, de inviernos malhumorados y feroces, que lanzan rociadas gélidas sobre el panoli que se ha creído lo del vergel valenciano. Pero nos condiciona, sobre todo, la luz, que no es celtíbera, sino griega; una luz de polígonos y formas precisas. Fantasmagorías, las justas.

Me cruzo con las descomunales cosechadoras, a las que les disputo el camino. Con prudencia, todo se arregla. En otro tiempo, la siega reclamaba muchos brazos y los segadores comían pan y tocino al levantarse, y guirlaches en las noches de feria: combustible para una tarea agotadora. Pronto no quedarán más que los rastrojos, pero en ese rastro de oro se moverán los pollos de las cigüeñuelas, y los discretos animalillos ocultos en la jungla de agua quedarán a tiro de ojo. Una garza real se posa con absoluta majestad en el tejado, casi intacto, de una caseta ruinosa. Es un espacio protegido, pero más allá del parque natural hay arrozales camino de Corbera o en dirección a Favara y Tavernes, cuyo estatuto protector es mucho más liviano, pero con una presencia igual de hermosa.

Desde la atalaya de la Muntanyeta (empleados municipales combaten a manguerazos el rigor del estiaje), el arrozal jadea entre cuchilladas de luz y algodones de vapor. Sólo a media tarde la luz se edulcora, y entonces el arrozal revela su verdadera naturaleza de cimiento de naciones, esa cosa inmemorial, a la vez firme y propagada, más antigua que las palabras que nos nombran.