A menudo, nos nos damos cuenta de que los seres que estaban, o están todavía, vivos, nos reprochan, con sus miradas o gestos, que nos los comamos para sobrevivir. No nos comprenden. Ni nos comprenderá.

Estando en un restaurante de Cangas de Morrazo, provincia de Pontevedra (década de los años ochenta), me apeteció una ración de angulas. Entonces eran relativamente baratas. Me las pusieron a la bilbaína, ya saben, aceite, ajo y guindilla. Esta es la mejor receta porque es la única que enmascara una evidencia: las angulas no saben a nada, o a muy poco. A la bilbaína, se moja pan en el aceite la angula se transforma.

De pronto, me di cuenta de que dos de ellas me observaban. Había comido angulas antes, pero no me había percatado de que tienen ojos. Su mirada era triste, con un punto de patetismo. Me miraban con reproche. Desde aquel día, tomé conciencia de que la angula es un ser vivo y no una miniatura infantil. Ya no comí más angulas. Las reemplacé por las gulas. Carecen de ojos,

mirada y de todo lo demás.

Los ojos y las miradas de los crustáceos también son inquietantes, vivos o muertos. Sus miradas no son como las del besugo, ni sus conversaciones —suponiendo que se comuniquen entre sí— son como los diálogos para besugos.

Cuento de Reyes

En un restaurante de la calle Mayor de Madrid había expuesto un besugo en el mostrador-refrigerador con vistas a la calle. Un gastrónomo pasaba a diario por la acera del restaurante. Y siempre veía al mismo besugo. Se familiarizó tanto con él que cuando llegaba a su altura, lo saludaba con un ¡buenos días!, ¡buenas tardes! o ¡buenas noches! El besugo jamás le contestó, debido a su avanzada edad. Una noche, en la marisquería Civera, acodado en su mostrador, experimenté una honda emoción. Una de las langostas del vivero me sostuvo la mirada durante más de 47 minutos. No me gustó su desafío. Decidí comérmela cocida, en defensa propia. Así es la vida.