La comida mueve montañas y también a los foodies. Este término fue acuñado en 1984 y designa a aquellos para quienes comer es algo más que alimentarse. Los hay capaces de viajar hasta Bilbao a tomarse un café sin azúcar cultivado en fincas familiares o de peregrinar hasta los santuarios del cocido madrileño. Pero también de trasladarse a la Borgoña (Francia) para catar un chablis grand cru o de degustar en Hong Kong un plato de ojos de peces diversos. Para los sherpas de la comida, comer es toda una "experiencia", sobre todo si tiene un punto aventurero. A partir de ahí, las propuestas son infinitas: desde visitas a Borough (el mercado de alimentos más antiguo de Londres), pasando por "cenas secretas -explica Marta Garreta, foodie declarada y editora de sendas guías de Barcelona y Madrid- donde los comensales ignoran qué van a saborear, quién cocinará y en qué lugar se desarrollará el ­ágape".

Y también, cómo no, visitas guiadas hasta la quintaesencia de muchos platos: la sopa de pescado vasca; sardinas recién capturadas por los pescadores de Sicilia que luego es posible paladear en sus casas o caminatas por la ruta del vermut donde se explica que el inventor de este licor fue Hipócrates al mezclar vino blanco con flores de ajenjo.

Pero€ ¿qué es un foodie? En principio, no es un sibarita ni tampoco un gourmet, sino más bien un cocinillas. Para Ana Cárdenas, directora del Club Foodies de Sevilla, "es un disfrutón al que le interesa todo lo que rodea a la comida. Un ejemplo es degustar un potaje gitano después de que un catedrático haya explicado la historia de la receta y donde a la conclusión de la comida, que se prepara a la vista de todos, hay un concierto de flamenco".

Cada ´foodie´ esgrime una o varias banderas: los hay que se pirran por las cervezas de elaboración propia, por las panaderías con levaduras madre más antiguas o, lo más actual, los cafés artesanales

El movimiento foodie surgió en Estados Unidos en los años noventa como respuesta al fast food. Desde entonces, los foodies han conseguido atraer a jóvenes de entre 25 y 35 años amantes de la estética y de intercambiar secretos comestibles. Tan famosos se han hecho los foodies, que incluso han aterrizado en los Simpson. En el capítulo titulado The Foodie Wife, los Simpson van a parar a un restaurante etíope, y esta experiencia étnica despierta tal fervor en ellos que abren un blog foodie que se convierte en un bombazo. Salvando las distancias, algo similar parece haber ocurrido con muchos hipsters -entendiendo por tal ser amante de lo alternativo y, a su vez, tener un buen nivel adquisitivo- que hoy intercambian fotos de comida en Instagram, su red social preferida, cuando no impulsan blogs gastronómicos. Pero que quede claro: "Un foodie disfruta por igual del caviar más exquisito como de una tortilla de patatas", matiza Cárdenas.

Para estos modernos sibaritas aficionados a comprar comida callejera en furgonetas, camionetas y puestos ambulantes, descubrir restaurantes de los que nadie ha escuchado hablar es uno de los pasatiempos preferidos. Así pues, buscan lugares alejados de las rutas turísticas que se transmiten por el boca a boca. Por ejemplo, lugareños que cocinan en sus domicilios para forasteros en ciudades como Bolonia, París, Marsella, Londres, Nueva York, Hong Kong, Marrakech o Nueva Delhi y que se organizan en plataformas como VizEat.

Este espíritu independiente está muy presente en The Ultimate Madrid Foodie Guide y en su homóloga de Barcelona, cuyos 2.000 ejemplares se agotaron en poco tiempo. Según Marta Garreta, la editora, el propósito de estas guías "es dar la voz a locales pequeños con propuestas emprendedoras que no tienen dinero para promocionarse y que no pagan nada por aparecer".

A partir de este planteamiento, proliferan los anglicismos: food trucks (camiones que venden comida), finger food (comer con los dedos creaciones gastronómicas de tamaño reducido) o food sherpas (guías gastronómicos que descubren lugares ignotos que sólo conocen unos pocos).

En la práctica, cada foodie esgrime una o varias banderas: los hay que se pirran por las cervezas de elaboración propia, por las panaderías con las levaduras madre más antiguas o por los insectos caramelizados€

La penúltima tentación de los foodies son los cafés artesanales y respetuosos con los cultivadores. Jordi Mestre, por ejemplo, acaba de abrir en Barcelona Røasters´ Home después de sentar cátedra con Nømad Coffee. Este joven emprendedor elige cafés que producen fincas familiares y cuyos frutos se seleccionan a mano. Su objetivo es cuidar que nada falle en el viaje que recorren los granos de café desde Panamá (donde están, ahora mismo, los cafés mejor puntuados), Burundi, Kenia, El Salvador, Brasil, Ecuador o ­México.

Con instrumentos más propios de un alquimista (balanzas, termómetros, etcétera) y la mentalidad de un sumiller, Mestre propone tomar el café sin azúcar para poder apreciar sus diferentes notas. Y, efectivamente, su café es sensacional, casi un líquido diferente al que conocemos. El secreto (uno de ellos) es el tostado de los granos, pero hay muchos otros que Mestre recomienda descubrir a pequeños sorbos.