Eleva los resortes estéticos de la cinta hasta unos topes inusuales, logrando al respecto momentos de una innegable belleza y de una cierta poesía, aunque no puede evitar que en ocasiones los excesos dañen un tanto la estructura global de la película.

Tiene el mérito de ser la primera adaptación realmente fiel del clásico cuento de Madame de Villenuve, publicado de forma anónima en 1740, que ha sido llevado al cine, en su versión abreviada, numerosas veces, siendo las más populares la de Jean Cocteau en 1946 y la de animación de Disney de 1991.

Ahora el cineasta Christophe Gans, autor de títulos fantásticos nada despreciables como El pacto de los lobos y Silent Hill, trata de llevar las propuestas de belleza y de onirismo a sus últimas consecuencias. Se apoya para ello en una prodigiosa lección de ambientación y decorados que no tienen nada que envidiar a las producciones de Hollywood más boyantes.

De ahí que este cuento de hadas adquiera por momentos una fascinación visual notoria, que solo queda empañada en algunas secuencias por planos demasiado empalagosos. El director sitúa la historia a comienzos del XIX, cuando los efectos de una terrible crisis llevan a la ruina a la familia de un rico Mercader que vivía felizmente con su flota de tres barcos y sus seis hijos, tres varones y tres mujeres, de los cuales la más pequeña es Bella.

Obligado a recluirse en una aislada casa de campo, al regreso de uno de sus largos viajes el Mercader conocerá, en un escenario oscuro, frío y casi terrorífico, a la Bestia, cometiendo la osadía de robarle una rosa que entraña su pena de muerte. Pero consciente de ello, Bella ofrece su sacrificio para salvar a su padre. En ese propósito, se desplaza hasta el castillo de la Bestia, entrando en contacto con un ser singular y con una historia realmente sorprendente y llamativa.

Con altibajos y excesos que rompen a veces la armonía del relato, la cinta deja paso a un cúmulo de historias que ilustran no sólo sobre el presente de la Bestia, también de su pasado.