Leba es un profesor de música cuya vida y reputación en la comunidad en la que habita se quebrará el día que nazca su tercer hijo, el Ghadi del título, que llega a este mundo marcado por una disfunción mental.

Y lo que debería convertirse en una situación de apoyo, se transforma en un rechazo absoluto de sus vecinos, que encuentran en el imprevisible niño al mismísimo diablo. Es una exageración, por supuesto, pero no el hecho de que son incapaces de comprender aquello que repudian.

Porque Ghadi no es tanto una película sobre retos a superar sino más bien una obra que se fija en cómo se tensan y relajan las relaciones entre los miembros de una comunidad, en este caso, la idea de la comunidad mediterránea.

Así, Amin Dora se apoya primero en un retrato variopinto de los vecinos, a ratos costumbrista y quizá algo tópico, como también en el espacio físico del pueblo en el que tiene lugar la historia para explicarnos el desarrollo emocional entre Leba, Ghadi y sus vecinos: lugares de reunión pública, espacios privados, terrazas y calles se encargan de dar forma al relato como si se tratara de una modesta sinfonía en marcha, en composición a medida que va avanzando el largometraje.