Ni un solo elemento original, ni una sola llamada de atención, nada que no escape a la más flagrante acumulación de tópicos. No sólo es una decepción relativa, porque no cabía esperar demasiado a tenor de los créditos, es también la peor película de un director, Gary Fleder, que empezó con buenos augurios en la pantalla grande en 1995 con la espléndida Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto y que firmó en los años siguientes varios thrillers estimables, sobre todo El coleccionista de amantes, Ni una palabra y El jurado. Eso sí, su decadencia en los últimos tiempos se ha agudizado hasta el punto de que su obra se ha encauzado casi por completo a través de la televisión.

Sin poder aportar aquí rasgos propios en la trama y supeditado al esquema impuesto por el guionista Sylvester Stallone, a partir de la novela de Chuck Logan, lo que nos ofrece no es otra cosa que la trillada historia de un individuo que vive alejado del mundo tras un fracaso profesional y que debe volver de nuevo a las andadas para salvar su vida y la de sus seres queridos.

Un relato que ha sido patrimonio del «western» durante varias décadas y que ahora se viste con el uniforme del thriller violento y justiciero, amparándose por enésima vez en la figura de un tipo que se ve obligado a utilizar sus armas y sus puños para proteger su existencia y la de su única hija.

Como es norma en estos casos, no hay nada ni nadie que pueda frenar su furia redentora cuando alguien osa invadir sus esferas personales y, sobre todo, pone en peligro la vida de su pequeña Maddy, que todavía no ha superado la muerte de su madre por una fulminante enfermedad.

Por ella, en realidad, se ha escondido de la sociedad en un lugar remoto de la Luisiana rural, intentando apagar por completo los ecos de su última y fracasada misión como miembro de la DEA, la división Antinarcóticos de la policía de Estados Unidos.