No es, en efecto, una contribución vulgar y tópica al cine de terror y, sin exagerar los términos, aporta al mismo, cosas que deben valorarse. En este sentido no hay que dejar de lado los numerosos premios que ha alcanzado en festivales de serie B, incluyendo el Especial del Jurado y el de mejor actriz para Essie Davis en Cataluña-Sitges 2014, aunque salta a la vista que es la opera prima de una cineasta australiana, Jennifer Kent, que debuta detrás de las cámaras tras once años como actriz en la pequeña pantalla.

Su mayor acierto, aparte de que demuestra conocer con fundamento las claves del cine clásico de terror de la época muda, es que renuncia casi siempre a los efectismos al uso y prefiere construir el miedo en base a la lógica de los acontecimientos y no sobre supuestos gratuitos. Autora, asimismo, del guión, el otro factor esencial de la cinta es también mérito suyo y se asocia a la loable interpretación de un niño que se integra de lleno en el paisaje sórdido y oscuro de una historia que trae recuerdos de un celuloide de antaño.

Con apenas dos personajes, la madre Amelia y el hijo de seis años Samuel, se llena de contenido un relato que comienza con aceptables signos y que, a pesar de flaquear algo en sus momentos finales, no pierde el sentido de la orientación. Amelia es un a mujer que sigue sin superar la muerte de su marido, que tuvo lugar al mismo tiempo que ella daba a luz, sumergiéndose en la autocomplacencia sexual y dedicándose por entero a un Samuel que tiene demasiados monstruos en la cabeza que han motivado que le llamen gravemente la atención en los colegios a los que acude.

Lo que parece claro es que su fantasía le desborda y que a veces la misma se traduce en seres horribles que invaden su mente. Algo que adquiere todavía una dimensión más terrible cuando encuentra un cuento, The Babadook, sobre un ser siniestro que aterroriza a los pequeños, que parece que ha inspirado toda su parafernalia mental.