A veces los ángeles desean convertirse en personas vulnerables. A veces los de la tierra eran ángeles que un día decidieron volar al ras, y en todos los casos, los trapecistas son ángeles mortales por su oficio espectacular en las alturas, el más valeroso. Demasiadas veces, los recitales de poesía se anquilosan en un canto falto de un vuelo más alto allí donde no llegan las palabras, y otras, al circo se le cae el vuelo poético transformador a la pista, y sin red. Batacazo. Por eso, un misterioso personaje épicamente autodenominado Capitán Homero (Nacho Meseguer), «piloto, poeta, psiconauta, experto en desplazamientos de espacios aéreos interiores», se ha juntado volátilmente hablando con la acróbata y creadora del espectáculo Ana Rebenaque para contar la historia de La Mujer Voladora. Todo un desafío a las leyes imperantes del suelo. La representación, el viernes 7 y el sábado 8 de febrero (20.30h), en el Teatro Agrícola de Alboraia.

Ni un espectáculo de circo donde se abordan cuestiones filosóficas y semánticas, ni una superproducción de poesía con acrobacias circenses de cuerda y danza. Más bien, circo (de base) para volar (por las alturas). Una recomendación ¿teatral? no apta para cardíacos, que ofrece un poderoso grito de guerra a lo pies ligeros. La épica de los héroes que se atreven a volar en busca de ese estado ingrávido que permita tomar perspectiva para sobrepasar las dificultades de la vida en el suelo, pura arrastrura, como dice Meseguer, de los reptantes en el deseo, la pasión, el hermoso canto de apostarlo todo a la belleza. Un espectáculo dirigido por Jimena Cavalletti, con técnica de sonido e iluminación de Rut Solves, escenografía de Luis Crespo y Vestuario de Isabel Ruiz Piti.

Una suerte de palmera, castillo del cuerpo y palabra en el aire, lanzada donde el tambor marca el ritmo valiente al que apostar el gran salto. La Mujer Voladora, un «proyecto emergente» (seleccionado para las ayudas de Teatres de la Generalitat Valenciana) que, según Meseguer, «busca transmitir un globo emocional y estético en el que se mezclen los distintos colores del espectro artístico y de pensamiento en un color único y nuevo». No es una sucesión de poemas y números de circo y danza. Es el viaje de la gran voltereta „el famoso triple salto mortal„ por el que Ana Rebenaque dobla el espinazo y estira su kundalini para aun con «las mordeduras arrancadas», salir de las cosas del suelo, de esas que, según la poesía «de pura emoción le desmayaban». Lo primero: deconstruirse. Mirar afuera desde dentro para mirar adentro desde fuera. Lo siguiente, conectarse para subirse al cielo y, acto seguido, desconectarse para volar.

Ahí, en lo alto del escenario, la acróbata encuentra el prisma de su destello e imagina «un mundo nuevo, allí, desaprendida». Un acto de transformación social que desafía la poderosa masa de la tierra, la ley de la gravedad, ese punto cósmico desde se ve todo tan pequeño. Teatro, por decir algo, como reclutamiento para la causa aérea. Todo atmósfera donde la disciplina, esa aliada del acróbata, se subsume para demostrar «que todo es posible, que vale la pena jugarse la vida, que no importa lo que ocurra, que a partir de ahora ya no hay antes y después, solo un punto fijo de luz que te sujeta en el espacio y en el tiempo», según Meseger. Y una mujer en lo alto, «constructora de las nuevas definiciones, las percepciones flexibles, la nueva semántica ética y las verticales épicas del pensamiento». Aunque haya quien se ponga en contra.